La regulación del derecho de la Iglesia ha variado mucho desde 1899. Pensemos que entonces ni siquiera existía el primer Código de Derecho canónico, promulgado en 1917.
El control de la Santa Sede sobre los institutos religiosos igualmente ha sufrido modificaciones. Términos utilizados por el decreto que nos ocupa ya no están en vigor o no tienen relevancia: Congregación de Obispos y Regulares, o votos simples. En este momento la autoridad de la Santa Sede que se ocupa del devenir de los religiosos es el Dicasterio para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica y la profesión de los consejos evangélicos todos los religiosos la emiten a través de votos públicos, temporales y perpetuos.
A pesar de esta distancia temporal y estrictamente canónica, el decreto laudatorio contiene una idea que se mantiene a través del tiempo: después de más de treinta años de vida y misión, Roma alaba la labor de la congregación, reconoce su expansión y ve un futuro esperanzador para aquella idea que comenzó en 1866 y que había dado ya abundantes frutos. Once años más tarde, a través del decreto de aprobación de la congregación, ese reconocimiento se convierte en definitivo.
Quizás la terminología pueda generar dudas. Hoy diríamos desde el actual canon 579 que realmente el instituto nace en 1866 y es erigido canónicamente por el obispo de Toulouse, primera aprobación como tal. Las dos intervenciones de la Santa Sede corresponderían con la actual aprobación como instituto de derecho pontificio mediante decreto formal, tal como se contiene en el canon 589.
Esta actuación no sólo fue importante por el reconocimiento que desde las máximas instancias eclesiales se hacía de la marcha de la congregación, de sus evidentes frutos y de prometedor futuro, también por el grado de autonomía que se otorgaba al instituto. La independencia respecto a los obispos, fundamentalmente al de la sede principal, se reconocía en lo referente al régimen interno y a la disciplina, aunque no respecto al apostolado. Es la idea que se contiene en el canon 593 del CIC actual y que creemos que está en el germen de ese decreto del Papa.
El Decreto de 1910 ratificaría esa plena autonomía a nivel legislativo, pues al aprobar la Santa Sede definitivamente las Constituciones, ningún obispo podría modificar o aprobar sus modificaciones. Ya sólo la Santa Sede era la competente para ratificar futuras modificaciones. El Código actual plasma esta realidad en los cánones 587 y 595.
Por tanto, aparte del alcance jurídico que subyace en el decreto que celebráis, creo que el aporte fundamental que supuso esta intervención del Santo Padre fue el reconocimiento a una historia y a una misión que se pretende potenciar. Indudablemente esto supone una gran responsabilidad para todas vosotras que habéis optado libremente por seguir, afianzar y actualizar las ilusiones que la madre Hedwige y aquellas “mujeres piadosas” hicieron realidad y que unas décadas después la Iglesia “alabó” y “loó”.